Una reflexión sobre el antiguo y siempre necesario tema de la
conversión cristiana.
La renovación cristiana
es, ante todo, transformación integral. No se trata de querer volver hacia un
ideal que dejamos atrás (El paraíso perdido), sino de ir hacia adelante (el
paraíso encontrado, de Juan, el vidente del Apocalipsis). El horizonte final de
la trasformación cristiana es avanzar hacia el modelo perfecto del ser humano
pleno: hasta
que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a
un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo Jesús
(Ef: 4-13).
Hacia la transformación
El apóstol Pablo enseña
que esa trasformación implica todo nuestro ser: espíritu, alma y cuerpo.
Exhorta él: No os
conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de
vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios,
agradable y perfecta.
Y después explica que: Digo, pues,
por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga
más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con
cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno. (Ro
12: 2–3).
Es decir, a medida que nos
vamos trasformando, vamos también comprendiendo cuál es la voluntad de Dios. Se
trata de ir experimentando la trasformación, para ir comprendiendo la voluntad
del Señor. ¡Extraordinario proceso siempre continuo!
Tenemos, entonces, que la
transformación que buscamos tiene que ver con todo lo que somos y hacemos.
Recuerdo ahora un coro que
se canta en toda América Latina: “Renuévame, Señor, Jesús; ya no quiero ser
igual” y después confiesa: “porque todo lo que hay dentro de mí necesita ser
cambiado, Señor”
¿Cuál transformación?
¿Todo debe ser cambiado?
¿Nada sirve? Estas preguntas fueron el centro de las discusiones de Jesús con
los religiosos de su tiempo. Jesús los sorprendió cuando les enseñó que el
arrepentimiento no era solamente dejar de hacer lo malo para llegar a hacer lo bueno,
sino, algo aún más difícil de lograr: dejar de hacer lo que consideraban que
era bueno, para llegar a hacer lo que consideraban que era malo. ¡Esto sí
que es arrepentimiento! Eso fue lo que le pasó, por ejemplo, a Pedro en su
experiencia en la casa de Cornelio, el gentil Y le vino una voz: Levántate, Pedro,
mata y come. (Hch 10:13).
Volvamos a la pregunta
inicial, ¿qué es lo que hay que cambiar
cuando hablamos de renovación? En
Romanos 12: 2–3 encontramos unas pistas. Cambiar la forma en la que conceptualizamos
y en la que nos relacionamos con los criterios que imperan en el mundo
presente. En este mundo algo anda mal; eso ya lo sabemos. Por eso, los
trasformados en Cristo deberíamos vivir de manera contracultural. Lo que no
significa aborrecer la cultura, sino contradecir (resistir) los patrones
culturales que atentan contra la vida plena. ¡Imagínense si esto no tiene
que ver con nuestra manera de hacer política, de vivir nuestra ciudadanía
responsable, de relacionarnos con la Creación y de vivir nuestras relaciones
laborales y familiares, entre muchas otras!
Por otra parte, enseña
Pablo que la trasformación está asociada a un cambio en la manera de pensar.
Las diferentes traducciones bíblicas, de una u otra manera, con unas u otras
expresiones, apuntan siempre al mismo concepto: trasformación de la mente, o
una nueva mentalidad. Una de las traducciones, la versión popular Dios Habla
Hoy opta por “cambien su manera de
pensar para que cambie su manera de vivir”.
Más que una doctrina
De lo anterior, algo queda
claro, y es que la trasformación (renovación) no es, como lo afirmamos por
tantos años, cambiar la manera de creer (credo doctrinal) para asegurar la
manera de morir (sobre todo, alcanzar la seguridad de la gloria eterna). Es
algo más: “la conversión tiene lugar
en medio de nuestra realidad histórica e incorpora la totalidad de nuestra
vida, porque el amor de Dios está preocupado por esa totalidad”. Involucra
nuestra manera de ser y de estar en el mundo; es una trasformación que conduce “hacia una existencia caracterizada por
el perdón de los pecados, por la obediencia a los mandamientos de Dios, por una
renovada comunión con el Dios Trino, y por un crecimiento y una restauración de
la imagen divina y la realización del amor de Cristo”.
Junto al cambio de
cosmovisión (no conformarnos a este siglo) y al cambio de mentalidad
(renovación del entendimiento), se suma la trasformación del sentido religioso
y litúrgico de la vida. Esta última dimensión del cambio se relaciona con lo
que Pablo enseña acerca de ofrecer el cuerpo: Así que, hermanos, os ruego por las
misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo,
santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional. (Ro: 12-1)
Es decir, que la fe en
Dios es mucho más que en un ritual divorciado de la existencia y sujeto a la
rigidez de la regulación eclesial; es, ante todo, una expresión dinámica del
ser integral rendido al servicio (culto) de Dios. Ya enseña el viejo principio
reformado que “celebramos el culto en
cualquier lugar y en cualquier momento”; allí donde la vida respira y donde la
caridad convierte en sagrado todo lugar del mundo.
Más allá de las fórmulas
Entonces, ¿qué es lo que
hay que cambiar? ¿qué áreas necesitan conversión? No hay una respuesta que
sirva como fórmula universal. Cada
cristiano o cristiana, cada comunidad cristiana o sociedad, en su momento
histórico particular, necesita ejercitar el don del discernimiento para
encontrar sus caminos de renovación.
La Declaración sobre
Misión y Evangelización. Una afirmación ecuménica, lo plantea con acierto: “Si
bien es cierto que la experiencia de la conversión es básicamente la misma, la
conciencia del encuentro con Dios revelado en Cristo, la ocasión particular en
que se da la experiencia y la forma concreta de la misma, difiere de acuerdo a
la situación de cada persona”. Sin embargo, las Escrituras nos auxilian en el
propósito de comprobar “cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y
perfecta”.
Romanos 12: 2–3,
señala: No os
conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de
vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios,
agradable y perfecta. Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre
vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que
piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada
uno.
Por lo menos, los siguientes dominios de cambio: nuestra
cosmovisión (mirada particular del mundo inspirada en la mirada de Jesús) que
anime la resistencia e impida que nos conformemos “a este mundo”; la “mentalidad”
o “renovación del entendimiento”.
Que nos permita pensar
siguiendo los criterios de Jesús la “mente
de Cristo”, según (1Co 2: 16) Porque ¿quién conoció la mente del Señor? ¿Quién le
instruirá? Más nosotros tenemos
la mente de Cristo. Para actuar según sus pisadas; y el sentido litúrgico de la vida,
para vivir con reverencia ante Dios y desarrollar la percepción mística de la
presencia de Dios, allí donde otros suponen que él ya no está.
ORACIÓN
Espíritu Omnipotente, te ruego me llenes del
don de Fortaleza, para perseverar con constancia y confianza en el camino de la
perfección cristiana; resistiendo con paciencia las adversidades.
Espíritu de Majestad, te ruego me llenes del
don de Temor de Dios, para no dejarme llevar de las tentaciones del mundo y por
el contrario, esté siempre dispuesto a servirte con amor sabiendo que soy
hijo predilecto de un Padre que me ama.
DIVINO ESPIRITU, por los méritos de mi SEÑOR JESUCRISTO TU HIJO te suplico
que vengas a mi corazón y me comuniques la plenitud de tus dones, para que,
iluminado y confortado por ellos, viva según tu voluntad, muera entregado a tu
Amor y así merezca cantar eternamente tus infinitas misericordias. Amén, amén y
amén.
Bendiciones de tu hermano
Jesús Gadiel.